La primavera había llegado, el jardín se empezaba a llenar de flores. Todas las tardes la niña esparcía migas de pan viejo para los pajaritos que estaban hambrientos, cerca de la fuente, al lado del columpio y entre las cañas. Como cada tarde, se sentó en la larga mesa rústica del jardín, y muy quietita esperó que llegaran los sus pequeños amiguitos. El ruiseñor se posó junto a la niña, que divertida y extrañada le preguntó:
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El animalito voló rasante por encima de la mesa y volviendo por debajo de la misma, cantó y cantó, altisonantemente. La niña se sentó donde estaba antes. Parecía quererla llevar, a tironcitos con el pico a algún lado, estiraba de su blusa y cantaba siempre los mismos tonos y el mismo ritmo:
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Bajó cautelosamente y corriendo entró en la cocina, casi gritando le dijo a su madre:
Margarita salió como un rayo hacia el árbol, fue trepando con una cosa por vez y las fue acomodando lo más cerca que pudo del nido, llamó a la ruiseñora y enseguida se llenó de un alegre trinar cuando vio el banquete que tenía sólo para su familia. Cada tarde Margarita traía nuevas proviciones al árbol e igual que si fuera una doctora de pajaritos le preguntaba a la ruiseñora cómo se encontraban los pequeñuelos, tarde a tarde se oía un coro cada vez más vigoroso en el árbol. Hasta que una tarde, cuando Margarita estaba sentada en la mesa --donde vio a la ruiseñora por primera vez--, aparecieron todos sus pequeños pacientes, crecidos y fuertes a cantarle la más bella canción del Ruiseñor. FIN |
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